viernes, septiembre 08, 2006

ecologia

Salvavidas de plomo
Por Eduardo Galeano
Según la voz de mando, nuestros países deben creer en la libertad de comercio (aunque no exista), honrar
la deuda (aunque sea deshonrosa), atraer inversiones (aunque sean indignas) y
entrar al mundo (aunque sea por la puerta de servicio).
Entrar al mundo: el mundo es el mercado. El mercado mundial, donde se compran países. Nada de nuevo.
América latina nació para obedecerlo, cuando el mercado mundial todavía no se llamaba así, y mal que bien
seguimos atados al deber de obediencia.
Esta triste rutina de los siglos empezó con el oro y la plata y  siguió con el azúcar, el tabaco, el guano, el salitre,
el cobre, el estaño, el caucho, el cacao, la banana, el café, el petróleo... ¿Qué nos dejaron esos esplendores?
Nos dejaron sin herencia ni querencia. Jardines convertidos en desiertos, campos abandonados,
montañas agujereadas, aguas podridas, largas caravanas de infelices condenados a la muerte temprana,
vacíos palacios donde deambulan los fantasmas...
Ahora es el turno de la soja transgénica y de la celulosa. Y otra vez se repite la historia de las glorias fugaces,
que al son de sus trompetas nos anuncian desdichas largas.
¿Será mudo el pasado?
Nos negamos a escuchar las voces que nos advierten: los sueños del mercado mundial son las pesadillas de
los países que a sus caprichos se someten. Seguimos aplaudiendo el secuestro de los bienes naturales que Dios,
o el Diablo, nos ha dado, y así trabajamos por nuestra propia perdición y contribuimos al exterminio de la poca
naturaleza que queda en este mundo.
La Argentina, Brasil y otros países latinoamericanos están viviendo la fiebre de la soja transgénica. Precios
tentadores, rendimientos multiplicados.
La Argentina es, desde hace tiempo, el segundo productor mundial de
transgénicos, después de Estados Unidos. En Brasil, el gobierno de Lula ejecutó una de esas piruetas que flaco
favor hacen a la democracia y dijo sí a la soja transgénica, aunque su partido había dicho no durante toda la
campaña electoral.
Esto es pan para hoy y hambre para mañana, como denuncian algunos sindicatos rurales y organizaciones
ecologistas. Pero ya se sabe que los paisanos ignorantes se niegan a entender las ventajas del pasto de plástico
y de la vaca a motor, y que los ecologistas son unos aguafiestas que siempre escupen el asado.
Los abogados de los transgénicos afirman que no está probado que perjudiquen la salud humana. En todo caso,
tampoco está probado que no la perjudiquen. Y si tan inofensivos son, ¿por qué los fabricantes de soja transgénica
se niegan a aclarar, en los envases, que venden lo que venden?
¿O acaso la etiqueta de soja transgénica no sería la mejor publicidad?
Y sí que hay evidencias de que estas invenciones del doctor Frankenstein dañan la salud del suelo y  reducen
la soberanía nacional. ¿Exportamos soja o exportamos suelo? ¿Y acaso no quedamos atrapados en las jaulas
de Monsanto y otras grandes empresas de cuyas semillas, herbicidas y pesticidas pasamos a depender?
Tierras que producían de todo para el mercado local, ahora se consagran a un solo producto para la demanda
extranjera. Me desarrollo hacia fuera, y del adentro me olvido. El monocultivo es una prisión, siempre lo fue, y
ahora, con los transgénicos, mucho más. La diversidad, en cambio, libera.
La independencia se reduce al himno y a la bandera si no se asienta en la soberanía alimentaria.
La autodeterminación empieza por la boca. Sólo la diversidad productiva puede defendernos de los súbitos
derrumbamientos de precios que son costumbre, mortífera costumbre, del mercado mundial.
Las inmensas extensiones destinadas a la soja transgénica están arrasando los bosques nativos y expulsando
a los campesinos pobres. Pocos brazos ocupan estas explotaciones altamente mecanizadas, que en cambio
exterminan los plantíos pequeños y las huertas familiares con los venenos que fumigan.
Se multiplica el éxodo rural a las grandes ciudades, donde se supone que los expulsados van a consumir, si los
acompaña la suerte, lo que antes producían. Es la agraria reforma: la reforma agraria al revés.
La celulosa también se ha puesto de moda, en varios países.
El Uruguay, sin ir más lejos, está queriendo convertirse en un centro mundial de producción de celulosa para
abastecer de materia prima barata a lejanas fábricas de papel.
 
Se trata de monocultivos de exportación, en la más pura tradición colonial: inmensas plantaciones artificiales
que dicen ser bosques y se convierten en celulosa en un proceso industrial que arroja desechos químicos a los
ríos y hace irrespirable el aire.
Aquí empezaron siendo dos plantas enormes, una de las cuales ya está a medio construir. Luego se incorporó
otro proyecto, y se habla de otro y de otro más, mientras más y más hectáreas se están destinando a la fabricación
de eucaliptos en serie. Las grandes empresas internacionales nos han descubierto en el mapa y se han brotado de
súbito amor por este Uruguay donde no hay tecnología capaz de controlarlas, el Estado les otorga subsidios y les
evita impuestos, los salarios son raquíticos y los árboles brotan en un santiamén.
Todo indica que nuestro país chiquito no podrá soportar el asfixiante abrazo de estos  grandotes. Como suele ocurrir,
las bendiciones de la naturaleza se convierten en maldiciones de la historia. Nuestros eucaliptos crecen diez veces
más rápido que los de Finlandia, y esto se traduce así: las plantaciones industriales serán diez veces más
devastadoras. Al ritmo de explotación previsto, buena parte del territorio nacional será exprimido hasta la última gota
de agua. Los gigantes sedientos nos van a secar el suelo y el subsuelo.
Trágica paradoja: éste ha sido el único lugar del mundo donde se sometió a plebiscito la propiedad del agua.
Por abrumadora mayoría, los uruguayos decidimos, en el año 2004, que el agua sería de propiedad pública.
¿No habrá manera de evitar este secuestro de la voluntad popular?
La celulosa, hay que reconocerlo, se ha convertido en algo así como una causa patriótica, y la defensa de la
naturaleza no despierta entusiasmo. Y peor: en nuestro país, enfermo de celulitis, algunas palabras que no
eran malas palabras, como ecologista y ambientalista, se están convirtiendo en insultos que crucifican a los
enemigos del progreso y a los saboteadores del trabajo.
Se celebra la desgracia como  si fuera una buena noticia. Más vale morir de contaminación que morir de hambre:
muchos desocupados creen que no hay más remedio que elegir entre dos calamidades, y los vendedores de
ilusiones desembarcan ofreciendo miles y miles de empleos. Pero una cosa es la publicidad, y otra la realidad.
El MST, el movimiento de campesinos sin tierra, ha difundido datos elocuentes, que no sólo valen para Brasil:
la celulosa genera un empleo cada
185 hectáreas y la agricultura familiar crea cinco empleos por cada diez
hectáreas. Las empresas prometen lo mejor.
Trabajo a raudales, millonarias inversiones, estrictos controles, aire puro, agua limpia, tierra intacta. Y uno se
pregunta: ¿por qué no instalan estas maravillas en Punta del Este, para mejorar la calidad de vida y estimular
el turismo en nuestro principal balneario?
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